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    NUEVAS RECOMENDACIONES

 

Si por cualquier razón estás en Londres hay tres exposiciones que debes ver, la de Lucian Freud, David Hockney y Damien Hirst. Imprescindibles para los amantes del arte y para los amantes en general, incluidas también las personas que han nacido para ser amadas. Y por supuesto los aficionados al auténtico y original pop de los 60 hasta ahora, y para aquellos que algún día se quedaron petrificados, mezcla de fascinación y vértigo, ante las obras más dolorosas de Francis Bacon, y que no serían capaces de vivir con ellas (si heredas un Bacon demasiado fuerte para vivir con él, siempre podrás vivir de él). Los retratos de Lucian Freud son tan fuertes, tan impresionantes, rotundos y emocionantes como los de Bacon, pero además se puede vivir con ellos.

 

El paisaje que obsesiona a Lucian Freud es el mayor órgano de que disponemos los seres humanos: nuestra propia piel. Toda piel es contemplada y reproducida en su plenitud, ya sea la extensa superficie de la modelo que pesa 150 kilos largos, o la de la minúscula Kate Moss, o el rostro desnudo y levemente enfurruñado de la reina Isabel II de Inglaterra, captada por arte de magia en ese mohín tan característico. No tengo palabras para describir la emoción de estar a un metro de distancia de los retratos de Lucian Freud.

 

Hockney convalida que él también sigue siendo el rey, el rey del pop. La misma alegría contagiosa de los primeros cuadros de piscinas, la misma inspiración en las pequeñas cosas, o las enormes (ya sea un humilde arbolillo o el Cañón del Colorado), elementos cotidianos.

Almodóvar, contemplando un Hockney
En estos tiempos tan desesperanzadores te alegra mucho el día pasear por las grandes salas de la Royal Academy of Arts. Las paredes de una de las salas exhiben las obras realizadas a partir de un programa de iPad. Yo prefiero las otras, donde se aprecia la pulsión del color y su materia, en comparación con éstas, encuentro las del iPad un poco desvaídas, con un punto fantasmales en mi humilde opinión. No le deis más importancia de la que tiene, es decir, muy poquita, pero muy honesta, eso sí.

 

El edificio de la Tate Modern es tan impresionante que siempre merece una visita. Esta primavera, la cola más larga de su inmenso vestíbulo la forman los que ansían ver la exposición de Damien Hirst.

 

Almodóvar, en la entrada a una exposición sobre Hirst
 

No hace falta ser moderno, snob, ni petardo para sentir curiosidad por Damien Hirst, basta con que te guste ver bien ordenado un botiquín, o el instrumental de una mesita de quirófano. O descubrir una vez más la belleza de los objetos repetidos. Muchos artistas antes que Hirst se interesaron por la acumulación ordenada de una imagen (Warhol, la valenciana Carmen Calvo) o la acumulación desordenada (Arman). Yo los he imitado mucho en mis películas, y siempre soñé con un atrezzista que me colocara los objetos sobre los muebles con el sentido estético que Damien Hirst derrocha en esta exposición. También me gustan sus empapelados, los de las mariposas caleidoscópicas, para utilizarlos como papel de pared, con precio de papel de pared. Y muchas cosas más, hay un poco de todo, sin embargo la exposición sabe a poco, se queda pequeña.

 

Pero si uno quiere saber de qué va el mundo del mercado del arte en la actualidad hay que verla. Imagino que a los miles de lectores de “El mapa y el territorio” de Michel Houellebecq, una de las tres mejores novelas publicadas en España el año pasado, sentirán un interés adicional por la obra de Hirst. Para los que no la hayan leído (la recomiendo, es estupenda, aunque puede dar mal rollo), el protagonista, un artista plástico llamado Jed Martin, prepara una obra de gran tamaño titulada “Damien Hirst y Jeff Koons repartiéndose el mercado del arte”. Porque de eso es de lo que más sabe Damien Hirst. No digo nada original, ni tampoco peyorativo, pero sí digno de reflexión, aunque yo no vaya a hacerlo ahora, porque mi único propósito es hacerles algunas recomendaciones. Recomendar me hace sentirme menos solo. Y estas tres exposiciones londinenses son altamente recomendables. La de David Hockney en la Royal Academy of Arts acaba de terminar, pero no por ello es menos recomendable.

 

Cuando se habla de Damien Hirst, se habla siempre del mercado del arte, del arte de saber relacionarse, y se acaba siempre mencionando a Andy Warhol. Hirst y Warhol son dos artistas muy distintos, identificables tal vez por hacer gala de cierta desfachatez respecto a la función y al trabajo del Artista de nuestros días, que ha ayudado tanto a la mitificación como a la desmitificación del mismo. Un sentimiento ambiguo, cuya existencia (Warhol, Hirst, su actitud frente al arte, y el precio de sus obras) es muy representativa de la época que vivimos. A mí me fascinan, pero afortunadamente también representan nuestra época Lucian Freud, David Hockney y Antonio López.

 

Frente a una obra de Hirst
 

Animales aparte, los elementos que componen el universo de Damien Hirst no pueden ser más plásticos, los cigarrillos apagados, los fármacos de formas y colores tan variados, los lunares, de todos los tamaños y colores (en España sabemos mucho de lunares) y las mariposas, componiendo figuras geométricas caleidoscópicas. (Este año, la moda de primavera/verano llega plagadita de mariposas. Uno acaba hartándose de las mariposas, pero siempre vuelven). Los diamantes se supone que vuelven locas a las chicas con encantos suficientes como para convencer a los caballeros de que se los compren. Reconozco que no tengo sensibilidad para las piedras preciosas, pero encuentro que a más de un dueño de una tienda de motos le encantaría comprar la calavera (tamaño natural) cubierta de diamantes. Pero no sé si hay motero en el mundo que pueda pagarla. Los cuadros son muy bonitos, excesivamente planos, incluso para una obra pop. Y, como he dicho, adoro la repetición, desde siempre. Recuerdo una exposición en el MoMA, como en el 91, de Warhol. El primer plano de famosa vaca se repetía en la pared, invadiendo varios espacios. Me gustan las versiones que los artistas hacen de la obra de otros artistas o de sus propias obras, las series, o las secuencias de los mismos temas, con cambios a veces insignificantes. Un grupo de Marilynes, Maos, sopas Campbell, coches destrozados en accidentes, sillas eléctricas, etc., no sólo no compiten entre sí sino que se enriquecen con su cercanía, dialogan entre sí.

 

Hirst utiliza muy bien la idea de la repetición, que a su vez es una idea repetida. Con respecto a la vaca de Warhol, no se conforma con la cabeza, sino que exhibe la vaca entera flotando en formol. También hay un tiburón y una paloma, abriendo las alas, como rogando “no me disparen”, sobre un limbo azul. Reconozco que el Hirst que más me gusta, y me gusta mucho, es el más “cercano”. Exquisito escaparista (y seguramente un buen escenógrafo para una ópera pop), yo le contrataría como asistenta, para que me colocara la multitud de objetos que tengo sobre los muebles, tendría que preguntarle cuánto cobra por horas, porque es un hombre que valora mucho su tiempo, quién no, aunque yo lo utilizaría sólo en su tiempo libre.

 

Otra recomendación. “Vida y muerte de Marina Abramovic” en el Teatro Real de Madrid. El programa que te entregan a la entrada de la sala acredita después del título “una creación de Robert Wilson, Marina Abramovic y Antony”. Yo añadiría también al actor Willem Dafoe. Un actor es un instrumento, el manido tubo de color que los directores estrujamos sin piedad, justamente para que impregnen nuestras obras de Vida y Color. Además de trasmitir toda la gama imaginable de sensaciones y sentimientos, desde lo más pavoroso a lo más sutil y emocionante, Dafoe, como todos los actores, es un trasmisor de las ideas de los creadores del espectáculo, pero es un mensajero tan omnipresente, omnisciente, despliega tal virtuosismo en escena que lo que ocurre detrás de él, la opera de Wilson, Abramovic y Antony (de Antony and the Johnsons) se convierte en una ilustración de su propio y riquísimo monólogo. Es el narrador, sí, pero es más, mucho más. La obra se convertiría en una colección de bellas estampas sin su presencia. Escuchar su voz, sus múltiples voces, y contemplar el más mínimo movimiento de su fibroso cuerpo suponen un auténtico festín.

 

Almodóvar con Antony
 

Pero hay más voces, las de los que cantan, lloran o gritan, todas inspiradas pero reducidas hasta desaparecer cuando aparece en escena La Voz, Antony, con la cara blanca y vestido de negro. Este cantante inconmensurable revalida cum laude lo que ya había demostrado en cada uno de sus conciertos madrileños. Antony es otro virtuoso, sus cuatro o cinco canciones paralizan en el mejor de los sentidos el espectáculo. Posee un control, una potencia y una riqueza ilimitada. Es en este espectáculo donde ha vuelto a estar más cerca de su álbum revelación “I Am a Bird Now”. Es muy interesante comprobar lo bien que Antony ha sabido acoplarse a un formato y un género que sobre el papel están muy lejos de lo que ha hecho hasta ahora.

 

¿Y Marina Abramovic? Marina es el principio y el fin de este bello espectáculo, “Vida y muerte de Marina Abramovic” se llama. Marina es la inspiradora, creadora e intérprete del mismo. Y su incansable promotora. El espectáculo no sería posible si ella no hubiera vivido su vida y la hubiera depositado en las manos de otro gran prestidigitador, Bob Wilson.

Pero en el escenario hay varias Marinas, y a veces uno tiene la impresión de que la auténtica es la de la ficción, la que lleva la máscara, no la Marina real. La real Marina del Real funciona mejor como idea que como intérprete de sí misma, o cantante de sí misma. Esto no es peyorativo. Funciona como icono, sus paseos por el escenario, ceñida de negro, su inmovilidad dentro del ataúd, o cuando aparece recostada en parte del atrezzo, inmóvil y eterna, cuando se despide de todo, o cuando es elevada y sostenida en las alturas, como una santa levitando, como la propia Virgen, o como ella misma, Marina Abramovic auto canonizada.

 

Almodóvar abrazado a Abramovic
 

Esta ópera contemporánea, se convertirá en el germen de muchas óperas futuras, estoy seguro. La única pega, insignificante, que se me ocurre es que al final del primer acto el telón sube y baja con demasiada frecuencia y a intervalos demasiado cortos (entiendo que necesitan tiempo para cambiar el decorado y las luces) pero le quita brío al espectáculo y atenta contra el ritmo, y acaba creando la sensación de que estamos viendo una serie de sketches que no llegan a fundirse del todo.

 

El texto también es espléndido, más admirable teniendo en cuenta que el autor habrá tenido que sintetizar toneladas de información que la propia protagonista ha debido aportar. No tengo tiempo ni espacio para hablar del trabajo de Bob Wilson, magnífico, en plena forma, escogiendo lo mejor de sí mismo, perfectamente ajustado a esta peculiar obra. La segunda pega es que a veces el público no está a la altura de lo que está viendo. Tengo la impresión de que el público natural de esta ópera no ha podido comprar las entradas para verla. Ocurrió de modo mucho más bochornoso con “Nelken” (Claveles) de Pina Bausch. No sé cuál es la solución, pero me molesta lo poco que hace un espacio tan maravilloso como el Teatro Real madrileño para acercarse a los más jóvenes.

 

La primera imagen que ofrece el escenario, antes de que la función empiece, es la de tres ataúdes con tres Marinas Abramovic dentro. Y varios perros que entran y salen del escenario olisqueando nerviosos. La muerte y los perros. Esto me recuerda el último cuadro de Lucian Freud, en su exposición londinense. Muestra a un hombre atlético, desnudo sobre una sábana blanca, una cama, supongo. A su lado descansa un perro. El perro tiene muy definida la cabeza y el lomo, el resto del cuerpo se desvanece en pinceladas neutras. Lucian Freud no tuvo tiempo de terminar de pintar al perro, murió antes. Agradezco la sensibilidad de los que decidieron exponer el cuadro, el cuerpo desvanecido, sin forma, sin color, sin detalles, del perro, es una de las imágenes más hermosas y conmovedoras que he visto de la muerte. Junto a la escena de apertura de “Vida y muerte de Marina Abramovic”.

 

Postal de "Retrato del galgo" de Lucian Freud
 

P.D. Es cierto que me hallo inmerso en la preparación de mi próxima película, “Los amantes pasajeros”, nada de “Los amantes breves”, como he leído, ni mucho menos “Los amantes peregrinos”. Hasta ahora toda va bien, los actores entusiasmados y juguetones, como debe ser, de momento no he tenido dolores de cabeza y nos estamos divirtiendo bastante. No tengo tiempo para nada, pero el fin de semana me regalo dos horas para escapar de mí mismo, y de la película que tengo entre manos. Es pronto para hablar.

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